El músico y el bandolero
Esta historia sucedió hace algún tiempo, en el único salón público de algún pequeño pueblo de América del Sur.
El que me la contó me aseguró que era cierta. Pero, la verdad, yo no podría jurarlo.
Se trataba de un salón amplio y muy elegante, pues las gentes del pueblo eran prósperas y acaudaladas.
Cierto día, al anochecer, celebrando no sé qué fiesta, estábanse las gentes del pueblo reunidas allí, sentadas en las diferentes mesas, algunas de pie en la barra, en general todas escuchando embebidas a un músico que, de pie sobre el pequeño escenario, tocaba el saxofón. Eran gentes pacíficas, por lo que apenas se divisaban un par de revólveres en todo el salón.
En esto entraron unos tipos extraños, de mala catadura, que fueron repartiéndose por entre las mesas más cercanas a la entrada; detrás entraron otros, del mismo pelaje, y se encaminaron hacia la barra.
El músico enarcó levemente las cejas, pero siguió tocando.
La mayoría de los lugareños, absortos en la música, no se percató de esta entrada. Pero, el barman y las camareras en primer lugar, algunos clientes después al advertir su presencia, escrutaron con alarma los rostros de los recién llegados.
Cerrando la comitiva, entró al fin un hombretón fornido, con barba de varios días y un enorme bigote, vestido con cierta ruda elegancia.
Los recién llegados lo miraron, expectantes, como esperando algo de él.
Pero el hombretón, nada más entrar –incluso, diríase, antes de hacerlo– había fijado su atención en el músico, que seguía tocando. Se quedó inmóvil, en el centro, a pocos metros de la entrada, mirando al músico.
Sus compañeros, a su vez, miraban al hombretón, con visible impaciencia y creciente extrañeza.
Poco a poco, las gentes del pueblo habían advertido la amenazadora presencia de los recién llegados y se revolvían inquietos en sus sillas.
Pero el hombretón seguía como ausente, contemplando –y, previsiblemente, escuchando– al músico.
Sus compañeros empezaron a hacerle gestos tratando de llamar su atención. Alguno pasó del gesto al aspaviento.
El músico seguía tocando.
Al poco, uno de ellos se acercó al hombretón con aire temeroso y le cuchicheó algo al oído. Éste lo miró un instante con ojos furiosos, pero en seguida recobró su expresión impasible, miró en derredor, como tomando rápida nota de todo, y –con cierta desgana– alzó las dos manos hacia arriba, –como en gesto de “Vamos allá”.
Los recién llegados entraron en acción. Todos sacaron armas y atacaron a las gentes del pueblo con brutalidad, saña y eficacia. Sabían bien que éste es el mejor método para sofocar rápidamente cualquier posible resistencia: eran profesionales.
El músico dejó de tocar, y se quedó inmóvil, de pie sobre el escenario.
Sólo tuvieron que matar a dos, que en rapto de osadía habían tratado de usar sus revólveres. En cuestión de segundos habían dominado completamente la situación.
El resto de los lugareños, a órdenes destempladas y tajantes de los bandidos, depositaron sus dineros y pertenencias sobre las mesas.
Los bandidos recogían su botín y lo metían en bolsas. Otros procedían a registrar a las gentes y, cuando encontraban algo, desvalijaban a la víctima y la golpeaban con ferocidad –lo que en seguida motivaba a otros a desprenderse de cualquier cosa de valor que se hubieran atrevido a guardar.
Entre tanto, el hombretón no había movido un músculo: seguía donde estaba y miraba al músico, quien tampoco se había movido: a su vez, miraba al hombretón desde el escenario.
Entonces, un bandido se llegó hasta él y le arrebató de un manotazo el instrumento. El músico no hizo nada por impedirlo.
Pero, cuando el bandido se dio la vuelta, se topó de bruces con el hombretón –quien, nada más observar la acción de su secuaz, había avanzado hacia él con sorprendente velocidad para su corpachón.
El bandido se detuvo, sorprendido. El hombretón lo miraba fijamente.
–Devuélveselo –dijo con voz firme y baja.
El otro, todavía con el saxofón en la mano, se encogió de hombros con expresión incrédula.
–¡Pero…!
El hombretón le cortó en seco trincándole del cuello, en un veloz movimiento, con una mano: casi lo levantaba del suelo. Los demás bandidos interrumpieron sus quehaceres, mirando a su jefe con sorpresa y disgusto.
–Con esto –dijo, con ira contenida y señalando con la mano libre al saxo– nosotros podemos sacar unos pesos de mierda… Pero él –cambió la dirección de su dedo, señalando ahora al músico– saca arte. Es un artista –más ira contenida–, ¿entiendes?
Los otros bandidos se miraban unos a otros, mosqueados y con cara de “el jefe se ha vuelto loco”.
El hombretón soltó de golpe al otro, que casi se cae. Tosió y se frotó la garganta, dolorido. Retrocedió asustado, mirando a su jefe… Agachó la cerviz, dio media vuelta y, llegándose nuevamente al músico, le devolvió su herramienta. Éste, que seguía donde estaba, la aceptó con economía de gestos, inexpresivamente.
El que antes se había acercado a cuchichear al jefe gritó:
–¡Bueno, vámonos!
Mientras agarraban los sacos e iniciaban la retirada, algunos bandidos comenzaron a entonar un “yiiiijííí…” salvaje.
Entonces, el hombretón alzó una mano y la voz, ordenando:
–¡Quietos!
Aunque extrañados y contrariados, todos frenaron en seco: estaban bien entrenados, vete a saber de qué forma.
El hombretón caminó unos pasos, hasta una silla cercana, la llevó hasta el pasillo central –que conducía al escenario–, la arrimó a una mesa cercana, y se sentó en ella. Sus hombres no entendían nada.
Miró al músico.
–Toca algo.
El músico mantuvo su mirada unos segundos.
–No.
–¿¡Cómo que no!? –replicó el hombretón, soltando dos puñetazos sobre la mesa. La mesa se partió en dos.
–No toco bajo amenaza.
El hombretón entrecerró levemente los ojos, acerando su mirada. En un movimiento felino sacó su revólver y encañoñó al músico.
–Toca.
Silencio. A los pocos segundos, el músico se llevó el saxofón a los labios. Otros segundos de silencio.
Bajó de nuevo el saxo.
–No –pausa de varios segundos. Seguidamente, tono suave y triste–. Puedes matarme.
El hombretón se quedó mirándolo con expresión interrogante. Varios de sus hombres apuntaron con sus armas al músico…
La sola mirada furibunda de su jefe bastó para que enfundaran.
Volvió a encararse al músico. Parecía meditar. Bajó la mirada. Suspiró. La alzó, con un gesto levemente dolorido.
–Bien. Entonces no te amenazo. Te lo pido. Toca algo para mí.
Varios segundos de inmovilidad. Al fin, el músico se llevó nuevamente el saxo a los labios. Sopló, el instrumento empezó a sonar.
El sonido se quebró nada más empezar. El músico volvió a bajar el saxofón, mirando al hombretón. Su cara pasó de la inexpresividad a la tristeza.
–No. Lo siento –sonaba muy sincero–. Esta gente me invitó a venir aquí, me han pagado y me han tratado bien –pausa. Movimientos leves de cabeza, de lado a lado–. No puedo.
–No quieres.
La cara del músico acentuó su tristeza. Movimientos muy leves de cabeza, de arriba abajo abajo arriba.
El hombretón siguió mirándolo, con cara inexpresiva. Bajó la mirada y respiró profundamente. La alzó de nuevo y le hizo un gesto a sus hombres más cercanos, indicándoles una mesa cercana. Éstos se la acercaron, ante el evidente desacuerdo de sus compañeros.
El bandolero hincó sus codos sobre la mesa y hundió la frente entre sus manos. Aspiró y sopló durante largo rato, hasta vaciar el aire de sus pulmones. Permaneció un rato sin respirar.
Entonces alzó la cabeza, se irguió con agilidad sin levantarse de la silla apoyando sus manos en el borde de la mesa, paseó una mirada desafiante, como de león, por los ojos de todos sus hombres, y señaló imprecisamente con el índice hacia el suelo, delante de él.
–Devolvédselo. Todo.
El resto de los bandidos se crispó visiblemente. Uno de ellos levantó su rifle.
–¿¡Te has vuelto…!?
–¡¡¡Todo!!! –gritó el hombretón con voz de trueno, al tiempo que –desenfundando y apuntando– le clavaba una bala en la rodilla al osado.
Mientras éste caía al suelo retorciéndose de dolor, los demás, con irreprimible cara de odio, obedecieron a su jefe: y dejaban caer el botín desde los sacos sobre las mesas, ante la incredulidad de los aterrorizados lugareños.
–Coged vuestras cosas –nadie se atrevió a moverse–. ¡¡¡Rápido!!! –todos volaron: y les daba igual lo que cogían, con tal de acabar pronto.
El hombretón se acodó nuevamente sobre la mesa, entrelazando sus manos y apoyando en ellas la barbilla. Fijó su mirada en el músico.
–No voy a repetirlo –dijo, con voz muy tranquila–. Que se vayan.
Tenso silencio. Ningún movimiento.
El hombretón volvió a erguirse, con los ojos como brasas encendidas…
Sus hombres entraron en acción, ahora para echar a las gentes del salón. Los pobres huían despavoridos, corriendo y a trompicones.
El hombretón volvió a acodarse sobre la mesa y se encaró otra vez con el músico.
–Y ahora, toca… –bajó la voz en un susurro avergonzado–. Por favor.
El músico lo miró conmovido, casi con ternura.
Llevó el saxofón a los labios por tercera vez y empezó a tocar.
El bandolero apoyó su cara entre sus manos, las orejas descubiertas.
Cerró los ojos. Y escuchaba.
Sus hombres lo miraban con odio y miedo. Dudaban.
Poco a poco, con suma cautela, fueron sacando sus armas…
El músico, mientras tocaba, abría los ojos como platos… pero varias de las armas apuntaron hacia él, y uno de los bandidos, que le apuntaba con un revólver en una mano, le hizo un gesto con la otra, girando el índice en un círculo continuo de “sigue sigue sigue”.
El bandolero no abría los ojos, y la levísima inclinación de la comisura de sus labios aventuraba, más que manifestaba, un asomo de sonrisa…
Uno de los hombres, que estaba detrás de su jefe, se fue acercando de puntillas hacia él.
Ya detrás suyo, alzó el arma y apuntó hacia su cogote.
El músico separó bruscamente el saxo de sus labios. Veinte armas lo encañonaron al unísono, pero silenciosamente.
El hombretón enarcó las cejas con mueca de disgusto, y abrió los ojos.
El tiro le descerrajó los sesos. Su cabeza cayó, o más bien se desparramó, sobre la mesa.
Todas las armas giraron hacia el hombretón, apuntándolo.
Segundos de silencio.
Uno de los bandidos abrió fuego sobre el cadáver de su ex jefe.
Todos los demás hicieron los mismo.
Extrañamente, el cuerpo del bandolero, cosido a balazos, se mantuvo en la misma posición, sentado sobre la mesa.
El tipo que inicialmente le había cuchicheado algo al jefe –por las trazas, su segundo–, habló de nuevo.
–¡Vámonos! ¡Tenemos que terminar el trabajo que habíamos empezado!
Los demás aplaudieron su decisión y se agolparon hacia la puerta. Parecían haberse olvidado del músico –que seguía en la misma posición, sobre el escenario, con el saxo entre sus manos y rostro inexpresivo.
Uno de los últimos bandidos, ya con un pie en la calle, reparó en él y lo apuntó con el arma.
Pero otro –el mismo a quien su jefe casi había estrangulado cuando trató de quitarle al músico su herramienta– lo detuvo, cogiendo el cañón del rifle y desviándolo.
–No. Es un artista.
El otro se rió y, encogiéndose de hombros, dio media vuelta y se marchó. Éste, todavía frotándose la garganta con una mano, fue el único que, antes de salir, echó una última mirada sobre el bandolero –con una expresión que podría antojarse incluso compasiva.
Minutos.
Al fin, el músico descendió del escenario.
Lentamente, se acercó a la mesa donde estaba el bandolero.
Tomó una silla, la arrimó a la mesa frente al bandolero, se sentó en ella, y empezó a tocar.
Así los encontraron, ya de amanecida, las fuerzas locales de la ley –que, quién sabe si por desconocimiento o qué motivos, no se habían dado ninguna prisa en aparecer–:
Uno acribillado a balazos y el otro, frente a él, tocando el saxofón.
Ignacio Iglesias
Madrid, mayo de 2007
Dedicado a Erik
Descargar El rescatador y otros cuentos, de Ignacio María Iglesias Labat »