El militar revolucionario
El militar revolucionario
A finales del siglo XIX, en un pequeño país de Occidente la corrupción campaba por doquier: las desigualdades y las injusticias eran clamorosas, los gobernantes políticos abusaban escandalosamente —sin el menor disimulo— de su poder, la pobreza y la miseria se extendían día a día sobre la mayor parte de la población.
Un ideólogo político, Alberto Parra, diseñó un ideario y un programa políticos alternativos a los existentes, y comenzó a conspirar junto a otros para oponerse al poder vigente. Madurado el objetivo de una revolución, comenzaron a distribuir consignas de rebeldía entre la sufrida población, que prendieron como regueros de pólvora.
En determinado momento, el insigne militar Emiliano Piedradura, hasta ese momento General de las fuerzas armadas gubernamentales, solicitó y obtuvo entrevista con Alberto Parra.
Tras varias horas de reunión a solas, Emiliano anunció que se unía a los revolucionarios: los argumentos de Alberto, unidos a sus propias cavilaciones, le habían convencido. Buena parte de las tropas a cargo de Emiliano siguieron a su General.
Estalló la Revolución, seguida de una cruenta guerra civil.
Con Alberto Parra al frente del Partido Revolucionario, secundado por el genio estratega militar de Emiliano Piedradura, los revolucionarios triunfaron.
Unos días después de la batalla decisiva, que supuso la capitulación del gobierno reinante hasta entonces, y el establecimiento oficial del gobierno revolucionario, Emiliano Piedradura se encaminó al Juzgado Revolucionario de Instrucción correspondiente a su distrito.
Ya allí, solicitó ver al juez.
Poco después Emiliano compareció ante su señoría; o quizá sería más correcto decir que su señoría compareció ante Emiliano: el héroe militar de la Revolución.
– Vengo a denunciar a un criminal.
El personal del Juzgado se sobrecogió. Alguno miró a Emiliano con disimulada suspicacia: no esperaba de él que fuera un chivato.
– ¿De quién se trata?
– De Emiliano Piedradura.
El juez palideció y miró a Emiliano.
– ¿Es… es una broma?
– Señoría: ¿Le parece que tengo cara de broma?
Cuando Emiliano comenzó a declarar sus crímenes, perpetrados en su juventud –muchos años atrás– el juez y sus subordinados trataron de convencerle por todos los medios de que aquello no era necesario: “Fue hace mucho tiempo…”, “Era usted joven”, “Se ha redimido trayéndonos la revolución”, etc.
Emiliano, haciendo honor a su apellido, permaneció firme como una piedra.
– Señoría: O me toma declaración o hago traer a mis hombres para que le ayuden a cumplir con su deber.
Emiliano declaró durante varias horas.
Con la nueva legislación revolucionaria, no cabía duda: a los crímenes de Emiliano les correspondía la aplicación de la pena capital.
Tras su declaración, Emiliano fue encarcelado. Se dictaminó sentencia, y permaneció encarcelado a la espera del cumplimiento de la pena.
En relación a este caso, se extendió por todo el país un ominoso silencio –quizá porque nadie sabía qué decir–.
Emiliano estaba soltero y no tenía familia; era de carácter hosco, reservado y, pese a su condición de héroe militar –tanto antes como después de la Revolución–, había evitado siempre toda vida social. De manera que a su ejecución acudió una sola persona: Alberto Parra.
La guillotina estaba lista. Cuando el verdugo intentó ponerle el capuchón, Emiliano se giró y le clavó la mirada.
– Soldado, he vivido toda mi vida mirando de frente. ¿Acaso intenta robarme la mirada en mi hora final?
El verdugo retrocedió un paso y humilló la cerviz, tirando al suelo el capuchón –más bien se le escurrió entre los dedos–.
Segundos después, la cabeza decapitada de Emiliano rodó por el suelo.
Ignacio Iglesias
Madrid, 9 de Agosto de 2014
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