Doctrina cartesiana de la verdad
DOCTRINA CARTESIANA DE LA VERDAD:
LA VERDAD COMO CERTIDUMBRE DE LA REPRESENTACIÓN SUBJETIVA
En su célebre mito de la Caverna, Platón, al someter la a–létheia (“des–ocultamiento”) al yugo de la îdea (“aspecto”: lo que, del ente, es, y a éste le hace ser), propugna una mutación en la esencia de la verdad: verdad hácese orthotés, rectitud de la percepción y de la expresión. El reajuste de la mirada del conocedor, hacia la idea, establece una òmoíosis: una concordancia (en virtud de la rectitud de la mirada) del conocimiento con la cosa misma.
“En adelante este carácter de la esencia de la verdad: rectitud de la representación enunciativa, regirá todo el pensamiento occidental.” Heidegger, Doctrina de la Verdad según Platón, Univ. de Chile 1953, trad. de García Bacca, p.149.
El concepto de verdad como òmoíosis se consolida en la teología medieval: “veritas est adaequatio rei et intellectus”. La teología es ontología que transpone el ser a Dios como su “causa originaria”, causa que en sí misma encierra el ser y de sí lo emite a todo ente (Cfr. Heidegger, ob.cit., p.154). De modo que la adaequatio en que consiste la veritas es ahora primordialmente concebida como adaequatio rei (creandae) ad intellectum (divinum), y sólo por derivación óntica se estipula a la vez adaequatio intellectus (humani) ad rem (creatam); –puesto que la correcta inteligencia o conocimiento de las cosas, por parte de los humanos (imago Dei), entra en el proyecto divino de la Creación (Cfr. Heidegger, en ¿Qué es Metafísica?, ed. S.XX, pp.112–113).
La metafísica cartesiana sigue aún fundamentando la posibilidad de un correcto acceso epistémico a los entes (o lo que es casi equivalente, la posibilidad de verdad del conocimiento) desde la instancia divina: Dios, ens perfectissimum, no puede querer engañarnos. Sin embargo, Descartes introduce una modificación crucial en la investigación epistemológica, respecto de la metafísica escolástica que lo precede: el ente que yo soy, el ens qui ergo sum, se autofundamenta epistémicamente a sí mismo, sin necesidad del concurso divino: “pienso luego soy”. En virtud de este autofundamentarse, que es una “evidencia inmediata”, el ente humano que en cada caso conoce, adquiere, en lo tocante a su conocimiento, preeminencia sobre todos los demás entes, incluído el divino; de tal modo que, si bien Dios sigue siendo la, en rigor, única substantia ontológica (la única que “es”, en sentido estricto y absoluto: subsistente en sí y por sí, proporciona el ser a todo lo demás), yo que conozco paso a ser el subiectum epistemológico de mi conocimiento; soy el fundamento de este conocimiento: me conozco en mí y por mí, y proporciono el ser conocido –por mí– a todo lo demás –en la medida de mis humanas capacidades.
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Madrid, septiembre de 1991
Ignacio Mª Iglesias Labat